Hace poco una amiga me escribió que le resultaba difícil escribir acerca de lo bonito de la vida. No le fluía. Creo que es algo que nos pasa a menudo a todos los que escribimos y a lo mejor una herencia cultural ante la que solo algunos han logrado sublevarse: tomar un lápiz y un papel para darles vida con palabras que surgen desde nuestros tormentos, capaces de hacer sentir identificados a otros, por supuesto, pero bajo un velo negro. También está lo opuesto: hay seudoescritores, seudopsicólogos, seudosabios, gente a la que odio, que utiliza el poder de las palabras para calar en los demás con un positivismo extremo y peligroso, aunque esta columna no es para ellos.

Es triste que el oficio más bello del mundo, y perdonarán mi subjetividad, esté dispuesto para quienes deseen hacer arte a partir de la tristeza. O a lo mejor no es que lo deseen, sino que son personas tristes, pero esa es otra discusión. Y es paradójico que esa tristeza de la que lo contagian a uno como lector sea bella: lo sentí leyendo Río Muerto, de Ricardo Silva Romero, en el que los paracos matan a un mudo por ayudar a un amigo a mudarse a otras tierras, y en Las estrellas son negras, de Arnoldo Palacios, en el que la vida no hace si no escupirle a un negro con hambre en el Chocó. Son obras que hacen gala de su belleza narrando la miseria en la que están hundidos sus protagonistas.

Pero, ¿por qué no escribir acerca de lo bonito de la vida y que el escrito termine siendo bello? ¿Por qué es tan jodido decir a otro que a este mundo uno no solamente viene a sufrir? Seguramente porque si uno le dice a otro que a veces le pasa algo bueno, responderá que uno solo habla desde el privilegio. También porque si hay algo que nos une en medio de esos retazos de un todo que somos, eso son las penas, la sensación de vulnerabilidad y la resistencia que implica llorar porque, jueputa, nada nos está saliendo bien, en medio de un sinnúmero de post en Instagram diciéndonos que uno atrae lo que piensa y señalándonos como culpables de una desigualdad sistemática. Pero ya me callo porque me puse mamerto.

Todo esta lora para decirles que, como el ser más superficial del mundo, soy feliz con una farra de tres días en Santa Marta con mis amigos, gastando la plata que no tengo, pero cantando a grito herido. Soy feliz cuando mi sobrino me da un abrazo sin saber que estoy triste y en vez de decirme tío Carlos, me dice tío Tarros, porque está aprendiendo a hablar. Soy feliz cuando un "amor" de farra no se queda en una noche y trasciende en una amistad. Soy feliz cuando no me despierta el celular, sino los pajaritos del lado de mi casa, sin importar que sean las cinco de la mañana. Soy feliz cuando le gano un partido de fútbol al equipo lámpara, y si hago gol, mejor. Soy feliz cuando me tomo el tiempo de pensar, escribir, vagar, caminar, hablar carreta con un pana y un cigarro en mi mano sin saber adónde voy. Todo este mamotreto fue un intento de párrafo sobre lo bonito de la vida. Y no salió bonito, como era de esperarse. Te fallé, amiga mía.