En el último mes he venido dos meses a Santa Marta, no la conocía y definitivamente tomar un coco loco o una piña colada frente al mar es una de las experiencias más relajantes. Despertarse por la mañana y sentir el olor a la sal del mar, escuchar cómo las olas golpean contra la arena y ver cómo se va pintando de azul el cielo, es hermoso. La famosa frase que dice que la vida en el mar es más sabrosa, tiene algo de verdad, aunque dependiendo del lugar en el que se mire. ¿Por qué digo que la vida es más sabrosa en el mar, dependiendo del lugar? Porque lo es para el turista, para el que va a gastar, a comer rico, a tomarse fotos en vestido de baño y a sentarse bajo una carpa que puede costar entre 35 y 60 mil pesos, dependiendo del bobo y del lugar. Pero para el que vive allí, en condiciones desfavorables, bajo el sol sin protección, sin agua y sin plata, tal vez no sea tan sabrosa. Y sí, sé que suena obvio, cualquier persona en esas condiciones no podría vivir bien. Es contradictorio que en lugares tan turísticos, en los que se supone, la economía se mueve más, haya tanta desigualdad, pero bueno, la gentrificación, las malas condiciones laborales, la concentración de la riqueza en lugares específicos y la falta de humanidad, hacen que lejos de mejorar la vida de toda la comunidad, la dividan en los que le sacan el jugo y los que lo mendigan. En mi cabeza retumba la imagen del gatico bebé que vimos en el Tayrona, flaquito, tomando agua que una viejita de una tienda le dio y comiendo una rodaja de pan. Un gatico que tal vez no sobreviva y que me arrepiento por no traerme a Bogotá. Debe ser horrible enfrentarse al mundo de esa manera, tan chiquito, solo, sin un hogar y con mucho miedo. Le pido a Dios que no lo abandone y que por favor le ayude a sobrevivir. También retumba la imagen de una niña que se acercó a un restaurante, en el que estábamos almorzando, pidiendo plata. Con su cara sucia y con mirada triste. Y la del señor que en la playa pidió un pedazo de hielo para la sed. Podría llenar esta columna de imágenes tristes, pero ya sería amarillismo. La realidad es dura y la pobreza abunda. Aunque también existen buenas personas, como la señora Nora, que alimenta a una familia de gaticos todos los días y a la perrita de un reciclador. La conocí porque sale muy temprano con su tarrito de concentrado y agua, frente al edificio en el que nos hospedamos. Me contó que está pensionada y que se dedica desde hace unos 15 años a alimentar a los gaticos y a cuidar a los más de 10 que tiene en su casa. Un corazón bonito y superior, de esos que hace algo para cambiar lo que ve. La vida en el mar es sabrosa cuando uno omite las otras realidades, cuando uno no mira por la ventana mientras pasa por barrios vulnerables, cuando no se mira a los perritos a los ojos y cuando se disfruta en los lugares exclusivos de la ciudad. Y antes de que alguien piense que estoy negando la fortaleza o la lucha de las personas, o que estoy diciendo que que vivir con lujos es la solución, aclaro que lo que busco es no romantizar la pobreza. Una vida sencilla puede ser tranquila, siempre que no falte la comida, la educación, el agua y la dignidad.