Júzguenme, pero me dio alegría que mi sobrino de siete años me contara cómo, en la sala de sistemas de su colegio, le pegó un puño a uno de sus compañeros y lo hizo llorar. No era un compañero cualquiera al que le pegó Thomas, era un niño que desde las primeras clases no ha hecho más que botarle sus cuadernos, golpearlo en el recreo y sacarlo del equipo de fútbol del salón por no hacerle caso.

Thomas, no se deje. Si ese niño vuelve a pegarle, devuélvale un puño bien duro y verá que no lo vuelve a molestar (eso sí, fui enfático en que no le pegara en la cara, porque su compañero tenía gafas).

Como era de esperarse, Thomas le contó a mi hermana y mi hermana me cantaleteó. Que yo por qué le daba esos consejos a su hijo, si yo aprendí a defenderme apenas hasta los 15 años. Por lo mismo y tanto. Yo fui el niño gafufo del salón al que unos cuantos se la montaban por ser políticamente correcto: cumplir con mis tareas, ayudar a los demás y evitar peleas, a veces por nobleza, pero sobre todo por miedo, porque bien enclenque sí era.

Más de uno se creyó el cuento de que podía burlarse, insultarme, golpearme, porque literalmente solo aguantaba, incluso a costa de mi felicidad, la felicidad que, se supone, es innata en un niño. Ustedes no me preguntan, pero creo que en algún momento de mi infancia y preadolescencia fue tan infeliz por culpa de lo que hoy llaman matoneo que ni siquiera puedo recordar esa etapa. Quizá no es que no la recuerde, sino que evito recordarla. Es como si tuviera un espacio en blanco de no sé cuántos años que, por mi bien, procuro no llenar de imágenes.

Todo cambió el día en que seguí el consejo de mi hermano, no me dejé pegar y respondí, respondí sin que nada importara, sin que acabara mi tabique desviado, sin que por cuenta de esa pelea, luego de un partido de fútbol, llegara un grupo de barristas con piedras en sus manos para romper los vidrios de la casa. Todo cambió porque la primera en asomarse a la puerta, sin dudar un solo instante en defenderme, fue mi mamá, y aprendí lo que en esencia representaba ese acto: tener tanta dignidad para no dejarse amedrentar, todavía más en un barrio bello, pero también hostil, como en el que vivíamos.

Lo ideal sería que desde las casas se enseñara a aceptar la diferencia, pero qué puede aprender un niño, cuando ve a su papá pegarle a su mamá. Lo ideal sería que desde el colegio se enseñara no solo a respetar, sino a valorar las diversidad, en lugar de embutirles textos a los estudiantes para que los aprendan de memoria. Lo ideal sería reemplazar la violencia por la compresión. Pero no, no es un mundo ideal, mucho menos un país ideal, y decirle a Thomas que aguante en lugar de defenderse quizá implique condenarlo a su infelicidad. Y no pienso hacerlo.