Lujo público vs. lujo privado
La ostentación se caracteriza por la búsqueda de superioridad frente a los demás. Es una fijación del ser humano, al menos de algunos. Lo curioso de los artículos de lujo es que, más que el producto en sí, adquirimos la distinción. Pagamos un precio que no todo el mundo puede permitirse: el bolso, el coche, el colegio son lo de menos, lo esencial es lo que representan. Si estás dentro del círculo, es de gran importancia; visto desde fuera, resulta absurdo. Por tanto, el precio forma parte del producto y el precio incluye el precio en sí, lo que le otorga características esotérico-trinitarias a lo lujoso.
En Madrid se afirma que se extiende la afición por lo caro y exclusivo. Junto con el turismo masivo y festivo, por definición poco distinguido, el Ayuntamiento promociona el turismo de compras de lujo, para que los millonarios de allende nuestras fronteras vengan de compras a boutiques exclusivas, restaurantes con tres estrellas y hoteles de cinco.
En el Consistorio buscan atraer al “turismo de alto impacto”. Es decir, con una cuenta corriente impactante. Un ejemplo emblemático es el complejo Canalejas, con su galería comercial (Dior, Hermès, Louis Vuitton), su food hall y su hotel Four Seasons, una embajada del lujo descarado en el corazón de la urbe. No en lejanos clubes de golf, barrios acomodados o urbanizaciones, sino a la vista de todo el mundo, entre el fast food y el sinhogarismo rampante, en una de las ciudades más desiguales de Europa.
Pero más allá de este lujo de rancio abolengo, muchos bares, tiendas y restaurantes, aún de clase media, desean envolverse en esta pátina de lujo, acompañada de esa iluminación tenue que está de moda y que a veces no te permite ver ni el rostro de tu comensal ni la cabeza de la gamba. Irónicamente, la gastrogalería de Canalejas se declaró en quiebra hace un par de semanas y el hotel Four Seasons acumula pérdidas millonarias. A ver si la cosa no va a ser para tanto.
Tanto lujo a pie de calle puede resultar invasivo y ostentoso, pero tiene sentido. Como relata Dana Thomas en Deluxe. De cómo el lujo perdió su esplendor (Superflua), el lujo se ha democratizado en las últimas décadas, desde que las grandes firmas decidieron aumentar sus beneficios, en cuanto pudieron abaratar sus costes. De producto exclusivo para la sociedad estratosférica, el lujo pasó a ser objeto de aspiración de la clase media, e incluso más abajo: la estética de los macarras barriales, de los traperos y reguetoneros, combina el origen en el lumpen delincuencial con los elementos de marcas carísimas. Así se exhibe el lujo en la periferia pobre, aunque sea de imitación.
Supongo que en otras épocas las masas empobrecidas odiaban a los portadores de un lujo que nunca podrían alcanzar. Ahora el lujo es accesible, o eso nos parece, de modo que más que oponerse a sus disfrutadores, toca competir por convertirse en uno de ellos. Como la fama, hoy aparentemente al alcance de cualquiera. Luego llega la decepción, cuando se descubre que el bienestar que proporciona este tipo de consumo es muy limitado. El lambo no da la felicidad.
Pero más allá de este lujo banal y privado, existe otro lujo: el lujo público. Supe de este concepto recientemente, al leer el libro Después del trabajo (Caja Negra), de Helen Hester y Nick Srnicek. Lujo público significa unos servicios de máxima calidad, y no reducidos, como pretenden las corrientes más liberales, a meros sistemas asistencialistas y estigmatizados para los más necesitados. Palacios del pueblo, como los llamaría el sociólogo Eric Klinenberg.
«La reivindicación de este lujo público podría ser el grito de guerra de una democracia social revitalizada para el siglo XXI», escriben los autores.
Recientemente visité una lujosa biblioteca pública en Oslo, la biblioteca Deichman, un lugar diseñado con todo el mimo y sin escatimar para el disfrute de la ciudadanía. Eso es lujo público: tener bibliotecas increíbles, pero también una sanidad o una educación que nos traten como nos merecemos y que no estén constantemente al borde del abismo. O unos servicios de prevención y emergencia sólidos y bien administrados que minimicen los efectos de catástrofes como la dana en Levante. Eso sí que sería un lujo. Aunque no debería serlo.
Autor: Sergio C. Fanjul
Medio de comunicación: Ediciones EL PAÍS S.L.