El adiós a las cosas que no se pueden comprar

La inundación no solo se ha llevado por delante vidas y viviendas enteras, sino también los recuerdos de varias generaciones.

"Mire", dice Chelo, vecina del número 10 de la calle Crescencio Chapa, mientras se agacha y recoge del suelo una bolsa de basura azul, "aquí hay fotos y documentos de tres generaciones. La historia de mis abuelos, de mis padres y parte de la mía está aquí, en esa bolsa llena de barro. No sé si se podrá recuperar algún retrato, y me da miedo de que con el tiempo ya no me acuerde de cómo eran".

La casa de Chelo se ha quedado en los huesos, pero ella la enseña como si los muebles rotos y teñidos de fango que se agolpan en su puerta aún estuvieran presentes. El armario donde se guardaban las fotos, la cómoda, un perchero en el que se colgaban los sombreros y antiguamente los paraguas, aquel espejo de sus abuelos, la mecedora de la abuela de su marido.

"Ya sé", concluye resignada, "que saldremos adelante, que compraremos muebles nuevos, pero es muy duro despedirse de las cosas que no se pueden comprar".

Un poco más allá de su casa, dos viejos conocidos se cruzan y se dan la mano:

- Me han dicho que lo has perdido todo...

- Hasta las tijeras. No sé cómo voy a salir adelante sin mi peluquería.

Al final de la calle Azorín, una tanqueta del Ejército recuerda a los vecinos que existe un punto de atención sanitaria abierto las 24 horas. En la puerta del bazar Alex, su dueña, nacida en China hace 34 años con el nombre de Jinjin y rebautizada en Catarroja como Erika, cuenta su historia.

Su español tan rápido, tan expresivo, le juega una mala pasada y dice: "Yo tengo dos niños normalmente, pero el año pasado..." Se para, se le cae una lágrima, y se vuelve a explicar, ahora ya no tan veloz, no tan segura, ya más despacio, con el cuidado que pone al pisar el barro blando y todavía profundo de su calle.

Jinjin cuenta que antes tenía dos niños, pero que a uno de ellos –que ahora habría cumplido 13 años-- lo atrapó el cáncer cuando tenía tres años. Le dieron todos los tratamientos posibles y, al final, le aplicaron quimioterapia. No funcionó.

Jinjin dice que, desde entonces, por encima de todas las cosas, de todas las luchas, de todos los peligros normales y sobrevenidos, ella y su marido se han conjurado para que al hijo que les queda, que tiene 10 años y es un virtuoso del violín y del piano, no le pase nada. Una misión que la otra tarde estuvo a punto de naufragar.

"Nos dijeron que venía agua, pero no cuánta, ni tan rápida. Mi marido y mi hijo consiguieron cruzar la calle y meterse en un portal que estaba abierto y subir las escaleras, pero cuando yo lo intenté, el agua ya me llevaba por el cuello y me subí a las rejas de mi bazar y allí estuve tres horas o más. Me caí al agua y oí que mi marido gritaba: ¡no sabe nadar, no sabe nadar! Llevaba en el hombro mis dos guacamayos que, asustados, me picaban en la cabeza. Al final, los vecinos de arriba consiguieron rescatarme, y los de enfrente aplaudieron y me felicitaron. Ahora tengo más miedo que nunca, pero también me siento más acompañada. Creo que antes yo solo era la china del bazar; ahora creo que para ellos soy algo más".

La inundación ha dejado a su paso un rastro de destrucción material y emocional. Los vecinos de Catarroja lloran la pérdida de sus pertenencias, pero también de sus recuerdos. El fango se ha llevado consigo fotografías, documentos y objetos que guardaban historias familiares. Son cosas que no se pueden comprar, y cuya pérdida duele profundamente.