El horror del agua: una noche de pánico y desolación en Picanya

Por Mònica Torres, fotógrafa de EL PAÍS

El martes 29 de octubre, sobre las diez de la mañana, me llaman de Madrid para pedirme fotos de las fuertes lluvias en la provincia de Valencia. Tras consultar con compañeros, decido dirigirme a Turís. De camino, veo un camión lleno de agua fuera de la calzada y me informan de que lo peor está en Chiva. Allí, observo un barranco desbordado y tomo algunas fotografías.

Continúo hacia Catadau, donde también hay casas inundadas. Al regresar a casa, en Picanya, noto que los barrancos están a punto de desbordarse. Sobre las tres de la tarde, llego a mi adosado, situado frente al barranco del Poyo.

En el bar del pueblo, comentamos lo sucedido y la posibilidad de desalojar a los vecinos cercanos al barranco. Sin embargo, la gente se muestra incrédula, afirmando que nunca se ha desbordado. A pesar de ello, llamo a la Policía para preguntar si es necesario evacuar la zona, pero me informan de que no hay ningún aviso y que han cerrado el paso al barranco.

A partir de las cinco de la tarde, empiezo a sentir una premonición y llamo a mi marido. Recojo y subo a la última planta mis cámaras, comida para el gato, agua y otros objetos importantes. También pido a un vecino que revise los garajes, pero inicialmente no me hace mucho caso.

Poco después, recibo un vídeo suyo horrorizado: el barranco ha subido aún más. Empezamos a oír el sonido del agua entrando en los garajes y saco del mío las fotos, álbumes y otras pertenencias valiosas de las plantas inferiores. Mi casa tiene tres alturas.

A las siete de la tarde, mi marido no coge el teléfono y empiezo a ponerme nerviosa. El vecino se ha ido a casa de sus padres y otros vecinos me llaman para decirme que el agua se ha salido. Abro la puerta y veo un mar cubriéndolo todo. En ese momento, mi marido me llama y me dice que no puede venir y que no salga sola.

Empecinada, cojo las maletas y bajo para subir al coche. Aparece mi marido, que ha sido el último en cruzar el puente. Me dice que entre en casa y el agua empieza a subir rápidamente, superando en segundos las ruedas de los coches. Entramos corriendo a casa y subimos por las escaleras a la última planta, donde nos quedamos en la terraza.

Vemos el pueblo convertido en un océano, con olas que pasan por encima del único puente que queda en pie. El agua va por las señales al salirse del barranco desbordado. Los hijos de los vecinos también están en la terraza y hay mucho pánico y miedo. Intentamos tranquilizarnos y reagruparnos. Las velas que he subido se agotan y cargamos los móviles con los portátiles.

Llamamos a Emergencias, pero la centralita está colapsada. Afortunadamente, mi hija Maya no está en casa, ya que estudia en Alicante.

Lo que vemos y oímos es difícil de contar: gritos de pánico, gente arrastrada por el agua, sofás y coches flotando... Un amigo de Maya intenta entrar en casa con su padre mientras los coches se dirigen hacia ellos. Vemos a un vecino encaramado en la verja y a una mujer en un primer piso con el agua al cuello, a la que finalmente consiguen sacar.

Hago videollamadas a mi familia para intentar tranquilizarlos, pero mi hermana me dijo después que parecían de despedida. Así estamos unas dos o tres horas, hasta que el agua empieza a bajar. Entramos en casa y nos acostamos un rato, pero no puedo dormir por el ruido de los muebles y electrodomésticos chocando contra el techo de la planta baja.

La mañana del horror

Cuando amanece, todo es terrible. Con las primeras luces del alba, vemos el horror. Es como el paisaje tras un tsunami, con coches apilados formando montañas y barreras. Pensamos que puede haber mucha gente muerta debajo de ellos.

La alarma de Emergencias, de peligro de desbordamiento, nos llega a las ocho de la mañana del miércoles. ¿Por qué se tarda tanto en avisar? Yo misma había visto el agua venir por arriba la víspera por la mañana.

Ha sido una gestión patética de la crisis, deplorable. Estamos cuatro días sin ayuda. Como los primeros días hay robos, tenemos que dormir en la casa sin puertas y con los ventanales reventados, con miedo. No hay agua, ni luz, nadie nos ayuda. Vamos a la calle con la incertidumbre de no saber si los vecinos han muerto. Todo está anegado, lleno de barro, no se puede caminar, los accesos a las viviendas están bloqueados y la gente, encerrada dentro.

La sensación de abandono es absoluta, pero hay que replantearse cómo seguir adelante.

La solidaridad de los ciudadanos

Hasta que empieza a llegar un río de voluntarios. Nos conmueve. Muchos, muy jóvenes, cargados de buena voluntad y buen rollo, acuden con palos, escobas, agua y comida, con lo que pueden. Son ellos los que nos ayudan. No es la UME, ni la Policía, ni la Guardia Civil. Es el pueblo el que nos salva y nos anima a seguir, los ciudadanos. Jamás olvidaré el mar de gente: chavalas de 17 años, gente que no conozco de nada, mis sobrinos con sus padres, caminando desde Valencia, con chorizos, con agua; un compañero fotógrafo, como si fuera un espíritu, cargado con dos mochilas. Y mi amiga Marta, claro, siempre a nuestro lado, que ha sido como una especie de madre, que nos ha ayudado, nos ha abierto su casa... La gente se vuelve loca buscando palas. Tenemos apoyo y era lo que necesitábamos, apoyo.

El jueves ya sacan el barro de casa. También vienen amigos el miércoles. Quitan árboles, muebles, el piano de la familia de mi marido de más de 100 años, todo perdido. Encuentro el anillo de bodas que había perdido hacía un año. Increíble. Y mi marido, el corazón que encontró paseando en la playa el día que nos conocimos hace 25 años.

La gente nos ayuda a sacarlo todo. Ya no queda nada de la mesa donde mi padre comió las últimas Navidades antes de morir, de la cocina donde hacíamos las comidas o los cumpleaños de mi hija. Recuerdos asociados a las cosas que ya no existen y que tengo que guardar en mi corazón. Pero estamos vivos.

Ahora hay que buscar casa, hacer traslado, montar una casa. Gestionar todo lo que tengo en la cabeza: los gritos de pánico, los cuerpos flotando, el terror del agua, el sonido horrible, el miedo que sentía cuando mi marido no respondía al móvil... Estamos agotados. Pero hay que volver a empezar.