Las seis vidas rotas de Letur y las dos supervivientes: “Llamé a mi padre y al cura para despedirme y que cuidara de mi hermana”

15 días después, el pueblo de Albacete de 900 habitantes sigue en shock. 13 viviendas han sido derribadas y los seis vecinos desaparecidos ya han sido localizados sin vida.

El aguacero imprevisto

Apenas llovía. Un chispeo tonto. Nada molesto. Al rato, pasada la una de la tarde, la lluvia se hizo un poco más intensa, pero nada que no se pudiera apañar con un sombrero o un paraguas. La hondureña Laura Álvarez, de 53 años, se asoma un segundo a la puerta de casa: —Nena, está entrando agua sucia.

Nena es su hija Cora, de 26 años, que está en la otra punta del piso, un dúplex de color beige con fachada de piedra al lado del luminoso arroyo de Letur, que también da nombre a este pueblo albaceteño de poco más de 900 vecinos al que llegaron hace cinco años para cuidar de unos abuelos. De pronto, un oleaje golpea la puerta, sin previo aviso, en un santiamén el agua brota por todos los recovecos de la casa con una marejada de palos, ramas de pinos y maleza. A Laura se la lleva la corriente por la cocina de casa. El agua comienza a trepar por la pared. No sabe nadar. Su piso es ya una piscina de agua turbia, que arrastra todo lo que pilla a su paso, incluso una silla de bebé de otro vecino del pueblo. La balsa le cubre hasta su maltrecha cintura. Trata de comunicarse con su hija, que está subida en el sofá del salón, pegada casi al techo, propulsada por la fuerza del agua.

Hablan a voces: –Mami, ¿dónde estás? —Me ahogo. Me ahogo.

Laura consigue arrastrarse hasta una ventana. La abre. El agua sale con fiereza, a borbotones, como si se descorchara un manantial endiablado. Camina con la pierna hecha un cristo al salón, donde le espera Cora abrazada a su gato, Gordo. No se separan. Comienzan a achicar agua. No saben que es por poco tiempo. De nuevo, pasados unos minutos, un segundo oleaje golpea la casa. Laura comienza a rezar. Salen a la ventana a gritar: “¡Ayuda, ayuda!”. Ignacio, el cura del pueblo, las escucha y les responde desde una casa lejana: “¡Aguantad, aguantad! ¡La ayuda está en camino!”.

Sobre sus cabezas, en el balcón de arriba, están sus vecinos, Mónica Martínez y Jonathan Muñoz, un matrimonio de 37 años. Él trabaja en la fábrica de lácteos El Cantero; ella, en un complejo turístico del pueblo. Mónica estaba a punto de salir de casa para buscar a sus hijos al colegio, los pequeños Izan, de 14 años, y Lara, de 9, la reina infantil en las fiestas de este año. La marejada ha comenzado también a golpear el piso. La pareja grita desde el balcón: “¡Ayuda, ayuda!”.

La segunda riada vuelve con más fuerza que la anterior. La casa tiembla. Comienza a resquebrajarse. Laura y Cora dejan de escuchar los gritos de Mónica y Jonathan. La pared se rompe. Cruzan a la vivienda de al lado, que es la Asociación de Bolilleras del pueblo, justo encima de la Oficina de Turismo. Laura pide a su hija Cora que rece todo lo que pueda y sepa. Cora desiste. Cree que van a morir. Su casa, grabada en vídeo por algunos vecinos, es una catarata de agua turbia que cruza la vivienda de lado a lado, como si un camión se hubiera empotrado y reventado todo a su paso. Ella coge el móvil. Empieza a enviar notas de voz para despedirse. A Ignacio, el cura: “Cuida por favor de mi hermana, que está en el colegio”. A Mari Carmen, la mejor amiga de su madre: “Encárgate de nosotras y cuida de mi hermana”. Y a su padre, que vive en Honduras y que solo hacía un mes que acababa de visitarlas. Duda de tirarse al vacío. Su madre le insiste en que hay que resistir.

Ellas no lo saben, pero la riada ya se había llevado a sus vecinos rio abajo, junto a Antonia López, de 71 años, que vivía en la otra esquina. Antonia estaba en la cocina de casa. Hacía solo unos minutos que había hablado por teléfono con su hermano Evelio e incluso con otro hermano, que fue a verla justo antes de la tromba de agua. Antonia deja tres hijos y dos nietos, y el recuerdo del bar Ángel que regentó en la pedanía de al lado cuando enviudó hace años. Su cuerpo fue localizado cuatro días después a 14 kilómetros del pueblo.

A pocos metros de la vivienda de Antonia, en una cuesta que cruzan cientos de turistas cada año, la riada se llevó también a Manuel García y a Juan Alejandro, de 41 y 34 años, dos operarios municipales que estaban dentro del coche y que subían por el casco antiguo, a punto de aparcarlo y terminar la jornada. Juan había llegado al pueblo en septiembre. Vivía con su madre. Manuel, al que todos llaman Manolo, en una pedanía cercana. Estaban solteros. La riada les pilló de imprevisto. Delante de ellos iba otro coche municipal con otros dos operarios, que se salvaron.

La sexta víctima fue Dolores Veiret, de 92 años, que vivía al lado de Mónica, Jonathan y las hondureñas Laura y Cora. Los vecinos dicen que estaba muy bien físicamente. En el pueblo la recuerdan por su amabilidad en el ultramarinos que regentó. Dolores deja dos hijas que viven en Murcia.

El panorama actual

15 días después, la zona centro de Letur es como si hubiera vivido un bombardeo. 13 casas han sido derruidas. En el casco antiguo no hay agua ni luz. Cinco familias duermen en casas de parientes y amigos. El silencio en la zona cero es atronador. Un par de gatos caminan entre los operarios y bomberos. Hay casas manchadas de barro hasta el techo, salones y cocinas repletos de maleza. Un colchón viejo asoma hasta por una puerta de entrada.

La Agencia Española de Meteorología predijo una alerta naranja para la zona el 29 de octubre. Al no ser roja, los vecinos no recibieron ningún mensaje aquella tarde. El resto de los pueblos vecinos están intactos. El alcalde Sergio Marín ha firmado un convenio de 150.000 euros para repartir entre los vecinos afectados este martes.

A Laura y a Cora, tras el segundo oleaje, les vino un tercero. Sobrevivieron. Fueron rescatadas por los bomberos y unos militares que estaban de maniobras justo al lado de Letur. Laura estuvo dos días ingresada en el hospital. “Me olvidé de que no sabía nadar. Dios me salvó”, recuerda ahora en su casa, envuelta en una bata, mientras Cora piensa qué le va a hacer de comer. Izan y Lara, los hijos de Jonathan y Mónica, viven ahora con sus abuelos. El lunes una vecina vio a Izan sobre el puente. Observó su casa destruida unos minutos. Y se marchó.