No saben cuántas veces me han dicho que soy romántico. También me han dicho, no sé cuántas veces, que soy un alma vieja en el cuerpo de un man (ya no tan) joven. Y para ser honesto con ustedes, que a lo mejor pierden su tiempo leyéndome semana tras semana, nunca me ha gustado ni lo uno ni lo otro.
Cuando me dicen romántico, me siento como alguien patético que cree en el amor para siempre, con todo y lo que implica en la mayor parte de los casos: infidelidad, apego emocional, celos, colonización del otro, entre un sinnúmero de términos utilizados por los coaches de ahora y que se pueden agrupar en lo que se denomina “toxicidad”. He sido tóxico, lo confieso, y fue todo un proceso desaprenderlo, porque implicó despojarme, o por lo menos intentarlo, de una carga cultural machista y melodramática ni la más sapaperra, término que utilizaría si estuviera hablando y no escribiendo. Pero ahora no me veo como un tipo romántico y tóxico; cuando mucho cobarde, porque me da miedo volver a enamorarme.
Que me vean viejo me hace sentir viejo. No hay nada más que decir al respecto. Eso sí, poco a poco he ido rompiendo el tabú de eso que llaman vejez, sobre todo en las mañanas, cuando dedico no sé cuántos minutos frente al espejo para mirar con detenimiento y hasta emoción las canas que se asoman en mi barba y lo que parecen ser las huellas de las primeras patas de gallo.
Hoy me sentí romántico y viejo, sin embargo, dándoles la razón a quienes me lo repiten. Y no propiamente por una vaga idea del amor o una nueva línea de expresión en mi cara.
Romántico porque disfruté como nunca de algo tan sencillo como asomarme a la ventana. Buscarle formas a las nubes con menos imaginación que antes. Observar a escondidas a la vecina de enfrente. Pensar en lo enfermas que parecen las casas de fachadas grises. Detenerme en un par de perros olfateándose el culo. Saludar al señor de la maaaazamorra paisa… Disfrutar de la quietud, que es diferente a no hacer nada, y no considerarme un vagabundo por vivir sin afanes. No sé cómo hay gente que se cree importante por estar ocupada todo el tiempo.
Lo de viejo es simple. Pensé en mis sobrinos y en las horas que dedican a sus celulares sin reparar en lo bello que hay del otro lado de una ventana. A mí nunca me han gustado las redes sociales, por ejemplo, ni la idea de llamar la atención de otros presumiendo lo que hago y lo que tengo. Y si me preguntan, soy muy tonto para hablar por Instagram, tanto que mis amigos piensan que estoy emputado y que en determinado momento las viejas dejan de copiarme.
Soy un viejo romántico porque me gusta la calle y expresarle mi admiración a quienes quiero frente a frente, ojalá con un café, a no ser que no tenga plata. Soy un viejo romántico porque asumo el riesgo de besar a quien me gusta, en vez de pensar en la manera de whatsappear para ‘sonar’ interesante.
¿Saben? Necesitamos más viejos románticos y cambiar la connotación negativa que se le atribuye a la vejez y al romance (diferente del amor romántico). Necesitamos más personas de carne y hueso y menos aldeanos digitales.
Qué va, no necesitamos nada. Cada uno decide qué quiere ser o se resigna a lo que la vida quiera hacer de él.
Una autocrítica: que porque estoy viejo no tengo que caminar encorvado.
Una frase memorable: díganme romántico y viejo, que ya no me ofende. Como dijo Judy, uno de los personajes en La vendedora de rosas: “Fuck you men, gonorreas”.