24 horas con un bombero voluntario: “Es peor el cansancio mental que el físico”
Los bomberos voluntarios, un grupo altruista de técnicos antiincendios, trabajan incansablemente en la zona de Valencia más afectada por las inundaciones.“¡Solapamos!”. El grito resuena entre las toneladas de barro del garaje, los coches atrapados, el ruido constante de una motobomba, el olor a gasolina y el hedor del lodo acumulado. Los bomberos voluntarios, con miembros de Zamora, León y Asturias, coordinan sus esfuerzos para retirar el barro de un garaje en Algemesí (Valencia).
El trabajo requiere coordinación y colaboración. “¡Solapamos!” es una maniobra para evitar que el barro se cuele de vuelta entre dos cepillos. Decenas de cubos flotan sobre el cenagal del aparcamiento subterráneo, donde los vehículos esperan a que se vacíe el lodazal. Los bomberos trabajan a turnos, con descansos para tomar aire en medio de la atmósfera viciada.
La bomba de extracción, aportada por uno de los bomberos, ha sido trasladada desde la huerta zamorana al caos valenciano. Expulsa tanto lodo que hay que pararla con frecuencia para despejarla y evitar que colapse. El grupo agradece la inusual aportación de la Unidad Militar de Emergencias (UME), que les ha cedido una manguera sin complicaciones burocráticas.
La coordinación aparente contrasta con la anarquía generalizada entre los voluntarios. Un vecino trata de gestionar la ayuda para evitar “voluntarios zombis”, personas de buena voluntad pero sin instrucciones claras, que deambulan por Algemesí.
La cadena de extracción de agua y barro funciona gracias al esfuerzo físico y mental de los bomberos. “Es peor el cansancio mental que el físico”, afirman. Su labor recibe el cariño de los vecinos, como el de dos mujeres marroquíes que reparten café y dulces caseros.
Los bomberos descansan y disfrutan de paellas, fideuá con alioli y otras viandas cocinadas por los lugareños. La energía contrarresta el desánimo causado por la escasa ayuda de los vecinos. Algunas personas se quejan por la lentitud de la limpieza o por no poder sacar sus coches, mientras que otras agradecen el reconocimiento y el apoyo de los bomberos.
La rigidez militar, con órdenes inamovibles de limpiar una calle aunque se necesite más ayuda en otra, también genera frustración. Ante los momentos difíciles, los bomberos se apoyan mutuamente, compartiendo cacahuetes, barritas de chocolate y abrazos.
Al caer la noche, los músculos y la mente de los bomberos se resienten. Una bombera sufre un ataque de asma en el garaje. Apenas unos minutos después, sonríe con emoción y cambia las lágrimas de ansiedad por las de alegría gracias al cariño de un niño y su madre. La furgoneta de ayuda trae consigo cajas de peluches, que alegran a los bomberos.
Los bomberos deciden buscar otro destino para ayudar. En el McDonald's de Alzira, donde 10 de ellos duermen en un apartamento para tres o cuatro personas, la luminosidad y el gentío del centro comercial contrastan con el caos que han dejado las inundaciones. “Míralos, parecen mendigos”, susurra una clienta al verlos pasar con sus trajes de bomberos embarrados.
Continúan su camino hasta Catarroja, un eje del cataclismo. Tres de los bomberos regresan a casa por la mañana. El día comienza bien, con la satisfacción de entregar material y comida en un centro solidario. El barrio, de clase baja, evidencia la necesidad de apoyo y cariño.
En un garaje, el bombero leonés Javier Galán se hunde en el fango y se hiere en la pierna. La herida es pequeña pero profunda. Sus compañeros le aplican una primera cura y acuden a la Cruz Roja, donde le recomiendan ir a un centro de salud para recibir una vacuna contra el tétanos.
En la facultad de Idiomas de una universidad, reconvertida en consultorio, revisan la herida de Galán y declinan vacunarle. El bombero sale cojeando, pero el tiempo demuestra que la herida no es grave. Fuera, otro contratiempo: el coche de una compañera ha pinchado. En un taller lo arreglan gratuitamente al saber que es voluntaria.
La visita a la universidad permite detectar que se les necesita en el colegio contiguo, el Jaume I. Los bomberos se unen al batallón y ayudan a sacar montañas de fango. El director del colegio agradece su labor: “Prefiero ayudar a que los niños y los padres recuperen la normalidad que en un garaje donde ni los vecinos bajan a ayudar”.
Antes de descansar, los bomberos voluntarios tienen una última tarea: limpiar las botas de dos militares con la manguera.