No todos se van porque quieren, porque pueden, porque tienen el privilegio de elegir. La mayoría se va por culpa de otros, contra su voluntad, con incertidumbre. Quizá huyendo. Huir no es de cobardes. No es fácil dejar un lugar al que te aferras, aunque no tenga nada qué ofrecerte, no por el lugar por sí mismo, por quién lo habita, por quien lo asume como suyo, robando tanto como puede.


No todos se quedan porque quieren, porque pueden, porque tienen el privilegio de elegir. Allá afuera solo les espera odio, desprecio, insultos de quienes creen que el resto del mundo es solo para unos pocos. No es fácil quedarse en el lugar querido cuando el miedo te impide escupir lo que te ahoga y caminar sin esconderte por la esquina donde alguna vez jugaste a la rayuela.


Los que se van se quedan con la nostalgia de haberse ido. Los que se quedan se van a otros lugares en su mente para escabullirse.


Uno se va, pero se queda en un rinconcito del otro, en un ademán, en una palabra, en un recuerdo cuando llueve. Uno se queda, pero la mente vuela hacia un mundo utópico donde el amanecer no es color sangre.


Lo reprochable no es irse ni quedarse sino mirar con indiferencia a quienes esperan que elevemos un grito por ellos. Es fingir que no pasa nada cuando hay un todo que por más visible que sea algunos se niegan a ver.


Solo quiero caminar contando mis pasos haciéndole homenaje a mi aritmomanía sin importar si me quedo o si me voy. Y tenderme en la banca de un parque cualquiera y hacer figuras con las nubes sabiéndome niño y chirrete.

No quiero irme ni quedarme, solo estar, ser, sin colores, sin banderas, sin ideales, sin imposiciones. Y que mi gente no se quede, no se vaya, solo se trague el mundo mientras la comparte con otros.

Nota: pana, este pedacito de tierra es tan suyo como mío, por acá siempre bienvenido.